Por C.R. Worth
Como cada día, a la media noche, estaba acechando en la oscuridad tras los ventanales de las viviendas. Vigilaba los dormitorios, y observaba a sus posibles víctimas. Prefería los niños, era mucho más fácil entrar en sus mentes y alimentarse de sus miedos. Al ser incorpóreo podía vivir con impunidad, nadie lo detectaba, nadie sabía ni que existía.
Tenía que encontrar su presa perfecta, de diez o doce años. Si era una niña, una habitación pintada de rosa con unicornios, arcoíris, flores y ositos de peluches la hacía perfecta; y si era un chico, con naves espaciales, astronautas, planetas y estrellas que brillan en la oscuridad en sus techos eran los mejores candidatos. Críos así, eran niños soñadores, felices, de los que se dormían ideando un mundo idílico y lleno de imaginación; y eso los hacía más vulnerables ante una pesadilla, el cambio era más brusco, el sufrimiento mayor, y para el ente era un festín alimentarse del horror que les producía. Entraba en sus cabezas y se manifestaba en sus sueños, era peor que el monstruo que se esconde en el armario o debajo de la cama. No tenía rostro, era una sombra. A veces mostraba fauces, otras garras frías como el hielo o unos ojos hinchados de sangre que los acechaba desde la oscuridad. Se divertía haciéndoles sentir su respiración detrás de las orejas y verlos correr por largos estrechos pasillos, o en bosques llenos de ramas con las que forcejeaban para escapar. Gozaba cuando los hacía sentir ignorados, gritando en medio de una multitud sin que nadie los escuchara. Era el maestro de las pesadillas, el escenógrafo del horror...
Miró por un gran ventanal y encontró su presa perfecta, un niño de unos diez años de edad y lacios cabellos negros. Dormía plácidamente, su habitación estaba decorada con un gran mural del oeste americano, con vaqueros e indios al trote. Su edredón tenía un caballo bronco encabritado con un jinete intentando dominarlo. Botas texanas y un sombrero en el suelo, un fuerte con figuritas del séptimo de caballería estaban esparcidas por el piso, y una alfombra de piel de vaca acogían sus zapatillas tipo mocasín de indio. Unas pistolas de brillante plástico plateado y una chapa de sheriff colgaban de la percha, numerosos artefactos indios estaban repartidos por la habitación, y una vieja cabeza de caballo de peluche atada a un palo descansaba en un rincón.
Era un soñador, sin duda, y en vez de atrapar vacas con su lazo lo atraparía a él. Indios le arrancarían la cabellera y una estampida lo pisotearía… se divertía planeando su pesadilla.
Se deslizó entre las rendijas de la ventana, pero algo inesperado ocurrió. De pronto se sintió absorbido por una telaraña alrededor de un círculo que colgaba de la ventana, del que tendían unas plumas y cuentas de colores. Se sentía como una mosca en la red de una araña esperando para ser devorado. Luchaba denodadamente para liberarse, pero cuanto más intentaba escapar, mas enredado se sentía. Él era incorpóreo, ¿qué magia extraña estaba funcionando para mantenerlo atrapado? El cazador se había convertido en víctima y estaba viviendo una pesadilla, la peor pesadilla que pudiera imaginar en la que él no estaba en control de la situación. Estaba horrorizado en pensar que pudiera ser visible y alguien descubriera por fin de donde vienen las pesadillas. Luchó y luchó toda la noche, gritó, gimió, aulló, lloró y nadie venía en su ayuda. La desesperación se hizo más patente cuando se acercó el alba, el tiempo en que él se retiraba en las profundidades de la tierra, en las recónditas cavernas y las cloacas para esperar el anochecer. ¿Y si por algún mágico motivo alguien pudiera verlo? Angustia, zozobra, desesperanza, pavor y pánico se apoderaron de él.
Timmy se despertó al alba, se frotó los ojos y miró hacia la ventana. Una masa gris estaba enredada en el ‟atrapasueños” Ojibwa que le regaló su abuela. Vio los ojos brillantes hinchados de horror, y cuando los rayos de sol inundaron el amuleto indio observó cómo la piedra turquesa central empezó a absorber el ente y cómo se quemaba con la luz del sol. Sonrió, el atrapasueños una vez más, había funcionado.