Tía Elisa abrió una naranja con las manos. Al hincarle las uñas, la naranja se quejó, desprendiendo una nube de olor a invierno, porque los inviernos eran naranjas, frío, anocheceres precoces y, a veces, penas inexplicables. A mí se me cayó una lágrima, y tía Elisa, mientras seguía con la tarea de desgajar la naranja, dijo:
-¿Ya estás tú otra vez con tus tristezas?
¡Mis tristezas! ¡Qué sabría nadie de las tristezas mías! Tristeza porque olía a naranja, tristeza porque el borreguito que criábamos en casa decía 'beeee', tristeza porque la tarde se doblegaba, tristeza porque una vez doblegada, se convertía en noche, tristeza porque mamá no estaba en casa cuando yo llegaba de la casa de mis tíos.
-No, es que se me ha metido lo de la naranja en los ojos.
-Sí, ya... —apostillaba Lourdes, maliciosa.
Lou no entendía que yo llorase por esas cosas; yo tampoco. De hecho, era consciente de que el borreguito tenía que balar y la tarde doblegarse, pero no podía evitar entristecerme. Tía Elisa continuó:
-Y, ¿seguís teniendo ese cordero en tu casa?
Me limpié la lágrima como quien no quiere la cosa y respondí:
-Sí, a Beíta se le antojó cuando fuimos al campo y mamá lo está criando, le da biberones de verdad.
-¡Qué valor tiene tu madre!
Tía Elisa no quería animales en casa. Tan sólo una vez tuvo un pajarito horrible que tío Pedro había comprado en una exposición de canaricultura. Era mezcla de jilguero y canario. Había ganado un premio, pero no por su belleza o porque cantase muy bien. De hecho ni cantaba, y era un engendro horrible con las plumas tiesas y un espantoso carácter. De lo del carácter, yo entendía que el bichito no tenía la culpa: estaba 'domesticado', ¡si el Zorro viera esa forma de domesticar, madre mía! Le habían hecho pasar hambre y sed para que aprendiera a levantar la tapa del comedero y a sacar agua de un pozo con un dedal, tirando de una cadenita. De ahí que estuviese endemoniado y que durase en casa de mis tíos apenas dos semanas: el primo Andresito, fue una mañana a hacerle una caricia y el pájaro le picó. Irritado, lo agarró por el gañote. Se lo cargó. Terrible e inútil vida de penuria tuvo el pobre canario-jilguero, para terminar despachurrado en las manos sucias de Andresito.
-¿Y tú por qué pelas la naranja con cuchillo y tenedor, fina? —me agredió Lou.
-Me molesta el olor a naranja.
-¿No te gusta cómo huelen las naranjas, Paula? —me preguntó mi tía, sorprendida.
-Sí, mucho, pero no en las manos, sólo cuando se abren.
Es que yo creo que lo del olor a naranja es como todas las cosas: cuando algo se manipula, pierde la belleza. Eso mismo pensé en aquel momento, pero cualquiera se atrevía a decirlo, estando Lou delante. Con Lou, lo único trascendental eran los misterios. Le encantaban los misterios y torturarme con ellos. Los conocía a medias. Se los inventaba, adornaba, tergiversaba. Decía que la hermana de Isabel trabajaba en la calle de 'El Burro', pero que era un secreto y que no se lo dijera a nadie.
-¿Y dónde es la calle de 'El Burro', Lou?
-No te lo puedo decir... bueno, es en el 'Barrio Alto', donde venden peces y cardillos, ¡No me preguntes más!
-Pues venderá peces y cardillos.
-No, hace cosas malas, pero mamá dice que es buena, la pobre.
Al terminar la comida, tía Elisa, como siempre, tenía jaqueca. Se pasaba las manos con olor a naranja por las sienes, diciendo:
-¡Yo no puedo, yo no puedo con esta jaqueca! Idos a la cocina con Isabel.
Quizá no era muy ético, pero cuando mi tía tenía jaqueca, aprovechábamos para que Isabel nos hiciera azúcar tostada. Con tal de que desapareciésemos, hacía la vista gorda.
-Lou, ¿le preguntamos a Isabel?
-No, Pau, mi padre me mataría —yo imaginaba al grandullón de tío Pedro diciendo 'voy a matar a Lou'. La escena resultaba dantesca, por eso no insistía en que mi prima me lo contara.
Isabel terminaba de secar la loza.
-Isabel, ¿tu hermana Sara vende cardillos?
Lou me miraba, abriendo y cerrando los agujeros de la nariz, como un toro que resopla:
-Eres idiota, cállate —me daba un pisotón por debajo de la mesa.
-No, hija mía, no vende cardillos.
-Entonces, ¿qué vende?
La buena de Isabel, se reía y zanjaba la cuestión:
-Anda, tómate el caramelo, que como tu tía se entere de que ando jugando con vosotras... ¡con lo que tengo que hacer!
Salíamos de la cocina y Lou, tan decepcionada como yo, me increpaba:
-Es que eso no se puede preguntar, eres tonta —y me daba un manotazo en la cara: sus manos olían a naranja.
-Lou, ¿vienes a mi casa a ver el borreguito?
-¿Para qué? Después te pones a llorar.
-Es que me da pena.
-Pues vete tú, llorona.
'Vete tú'. Me dolió que me dijera eso y me fui, no sin cierto placer: el derecho a sentirme herida.
Era demasiado temprano para volver a casa sola, sin Lou. Seguro que mamá me iba a preguntar si nos habíamos peleado otra vez, así que decidí buscar la calle de 'El burro'. Estaba fuera del área en que nos era permitido andar solas, pero nadie se enteraría. Enfilé calle 'San José' arriba. No estaban los puestos de peces, ni los de los cardillos; quizá sólo los ponían por la mañana, mamá a veces mandaba a alguien a comprar cardillos para el cocido. El pavimento era un empedrado de cantos redondos entre los que corría agua jabonosa. Las coladas estaban tendidas en las ventanas, oreándose al frío del invierno. Un niño de mi edad jugaba a los bolindres en el zaguán de una casa. Le pregunté:
-¿Por donde se va a la calle de 'El Burro'?
Se repartió por toda la cara los mocos que le colgaban, en un acto de higiene, antes de contestarme. Apuntó con un dedito ennegrecido:
-Allí —me indicó, señalando una bocacalle muy estrecha, y volvió a sus canicas. Doblé la esquina. No había nadie en la calle; me pregunté qué venderían allí. Una mujer apostada en la barandilla de un balcón, me miraba con curiosidad. Entonces, me atreví a pedir razón:
-¿Dónde vive la hermana de Isabel? —le interrogué.
Ella llamó a otra mujer que salió, y también se apostó sobre la barandilla. Tenía el pelo teñido de rubio, un escote muy grande y la falda muy corta, con todo el frío que hacía.
-¿De Isabel, la que está sirviendo? —preguntó la segunda.
-Es la cocinera de mi tía.
Las dos mujeres se miraron y comentaron algo entre ellas. Entonces, me indicaron:
-Es en el número nueve.
El corazón me latía deprisa: iba a descubrir en qué trabajaba la hermana de Isabel, qué vendía. Se lo contaría a Lou, ¡eso de que siempre se sintiera dueña de los secretos!
Había un llamador con forma de herradura. Lo agarré, estaba frío y herrumbroso. Golpeé la puerta tímidamente y una voz ronca, pero de mujer, preguntó con desgano que quién era yo.
-Soy Paula, la prima de Lou.
Quizá se sorprendió de la visita: no me conocía de nada. Salió recogiéndose el pelo de un negro azabache, más negro que el propio negro. Sus cejas eran los restos de unas rayas mal dibujadas y la boca, de labios finos, algo de carmín antiguo, del día anterior, quizá.
-Pasa, linda —me invitó.
Pasé y me preguntó si quería una naranja. Le dije que sí, porque ignoraba que iba a tener que hincarle los dedos: no me ofreció plato y cubiertos. Yo puse cara de no saber qué hacer con la naranja. Entonces, con una mueca, me sugirió que le clavara las uñas, como ella, pero sus uñas eran largas, afiladas, le fue fácil. Al verme con cara de boba, me dijo:
-Anda, trae.
Le di mi naranja y me senté junto a ella, en una silla de la que colgaba una prenda negra muy extraña, que yo nunca le había visto a mamá usar. Ella, la quitó de mi vista y clavó sus uñas en mi naranja. La naranja se quejó, desprendiendo una nube de olor a invierno, y yo, de pronto, volví a sentirme muy triste. Creo que me pareció triste la hermana de Isabel; sus ojos arrugados, pequeños y muy negros se me antojaron melancólicos bajo las cejas sin pelos. Cuando terminamos de comernos la naranja, me preguntó:
-¿Y quién es Lou?
-Es mi prima Lourdes, Isabel es la cocinera de su casa.
La mujer sonrió:
¿Está bien Isabel?
-Sí, nos hace azúcar tostada.
-Y, ¿por qué te ha mandado venir?
-No, he venido yo sola... es que a mamá le gustan mucho los cardillos... ¿usted vendes cardillos?
Se abrió la puerta de la calle y entró un hombre. Ella le dijo:
-Vete, no me quedan cardillos.
Él pareció no entender y ella le volvió a decir:
-¡Que te vayas, coño!
Era mentira: me llevó a la cocina y allí tenía dos cardillos, en remojo, junto a una olla con garbanzos. Me los dio.
-Me quedan sólo dos, ¿los quieres?
No esperaba que los acontecimientos fueran de esa forma, no llevaba dinero, menos mal que me los regaló. Después, me dijo:
-Ahora vete, se está haciendo tarde.
Cuando salí, el hombre que había llamado a la puerta, estaba esperando fuera, y entró. Yo me alejé con los cardillos. ¡Cuando se enterara Lou de que sí vendía cardillos la hermana de Isabel!
Me fui a casa para estar con el borreguito. Quizá hoy no me pusiera triste cuando balase.