Por Pedro Jaén
Pocas cosas me siguen causando tanta indignación, sensación de impotencia y rabia, como la mentira.
La
mentira es, en lo personal, la mancha de aceite de motor en una camisa
blanca: nunca "vuelves a ponerte esa persona" en tu vida. Hace poco
alguien a quien yo debía cierto respeto me mintió por cobardía -no fue
capaz de decirme claramente su mensaje sin optar a ese rodeo- y al
vislumbrar su sucia naturaleza, lo que consiguió es que yo participara
del postureo cordial en que por desgracia tanto nos movemos.
Pero
la mentira puede ser colectiva. Sinceramente, he de decir que
"desconecté" del asunto catalán cuando empecé a escuchar los argumentos
de los separatistas y pude comprobar que hasta los puntos de sus íes
eran falsos. No nos engañemos; como ya escribí en este mismo diario en
mi artículo "Una sarta de mentiras", esto viene de lejos y con el
beneplácito de las mismas fuerzas políticas que hoy se llevan las manos a
la cabeza por el circo internacional que esta panda de chiflados está
montando a nuestra costa.
Y es que en este mundo en que vivimos da igual mentir. Porque la verdad o la mentira, el bien y el mal, ya no importan tanto, sino más bien el entretenimiento o negocio que reportan.
No
me creo lo del cambio climático. Me da igual de lo que me acusen. No me
creo lo de la crisis tal y como nos la vendieron. Por supuesto tampoco
la versión zapateril de lo que ocurrió el 11-M...
Y
aquí seguimos los españoles, enarbolando la rojigualda y con ella
ahuyentando una mentira tras otra, como si la "Leyenda Negra" con la que
otrora tuviera que enfrentarse Felipe II, fuera parte de su esencia, o
quizás una pena impuesta por tanta grandeza. Vaya usted a saber.