Por Pedro Jaén
Pertenezco a una generación que ha disfrutado de democracia y libertades desde el principio. No
seré yo de esos que malmeten sobre la Guerra Civil en un sentido u otro, y sé bien que la Transición
por la que España se convirtió en una democracia fue admirable por su civismo y altura de miras de
los artífices.
Por mis manos de niño han pasado monedas de cinco y veinte duros que tenían el águila de San
Juan que empleó Franco, y no me he quema las manos ni nada por el estilo, no.
Mis reyes de referencia fueron Don Juan Carlos y Doña Sofía, grandes profesionales de lo suyo e
“hijos de sus circunstancias”. Mi Papa, Juan Pablo II. Y el futuro que desde siempre se me dibujó,
Europa.
Europa: ahí es donde se quería llegar. Desde Ortega y Gasset, el paradigma europeo se nos pintó a
los españoles como 'la solución', como si los orígenes de todo mal vinieran de lo propiamente
endémico y autóctono (valga la redundancia) y franceses, alemanes o suecos tuvieran soluciones y
fueran ejemplos a seguir. Yo he creído también, en buena parte y aspectos de la vida, en eso.
Asombra y es admirable ver cómo tienen tanto civismo, limpieza por las calles y sobre todo cultura
de familia, de crianza de hijos. Las ayudas para la maternidad y paternidad son, desde luego, dignas
de elogio.
Pero claro: no todo lo que viene de Europa iban a ser ayudas y subvenciones, como esos cartelitos
que hay en los ayuntamientos (“Una forma de hacer Europa”). También tenía su lado oscuro el
asunto, por decirlo así.
La burocracia de Bruselas es un mastodonte que se autojustica constantemente con publicidad
(como todas las administraciones públicas, algo que jamás entenderé) y sirve, como el Senado, para
“colocar” a políticos llegado cierto punto de sus vidas. Incompetente, poco productiva,... como toda
burocracia internacional que se preste, también cuenta con profesionales muy válidos (he conocido
algunos), pero que tienen el lastre de los que hacen cuatro fotocopias y sufren de estrés. Esas cosas.
Yo soñaba (y creo que sigo soñando) con una Europa mucho más unida, con una Constitución que
diera sentido, razón de ser (la de aquel Tratado de Lisboa ya me defraudó un poco).
Pensaba (ingenuo) que el euro no sería más que el punto de partida para una mayor cohesión
territorial y política,... Pero me toca seguir esperando. Los grandes cambios de la Historia necesitan
su tiempo, su cuajo, y soy de los que creen que las cosas caen por su propio peso y al final -como
las personas- todo termina en su sitio.
Ojalá una Unión Europea fuerte y sin complejos de su pasado. La cuna de Occidente, el origen judeo-cristiano. De lo mejor de las grandes e históricas naciones que la forman. Y desde una capital más digna, como Roma. Sin deslealtades ni paraísos jurídicos ni fiscales. O mejor aún, convertida toda ella en un paraíso fiscal para el resto del mundo. Eso sí que sería lo suyo.
En fin... Sigamos soñando.