El bolsillo de la chaqueta (cuento ilustrado)

Dibujos de Juan García

El bolsillo de la chaqueta del sastre era un hueco de fantasía en un mundo lleno de imaginación. A la hora de comer, aquel hombre, siempre llegaba a casa con su impecable indumentaria; entonces yo salía corriendo hacia él y, de un salto, me encaramaba a su cintura hasta alcanzar el mágico bolsillo, gritando alegremente:


–¿Qué me has traído?. –Y observaba su rostro desde mi incipiente curiosidad.

–Espera, ¡María!, baja, que cuelgue el abrigo. –Algunas veces me decía, mientras colocaba la prenda en la percha del pasillo. En esos momentos, desde el suelo, yo miraba sus amplios ademanes y lo percibía alto como una torre.

–¿¡Que qué me has traído!? –Volvía a gritar más fuerte.

–¡Oh!, pues..., no sé, no sé... quién sabe lo que puede ocultar un bolsillo mágico... A ver, a ver: ven y entra tu manita, aquí –mientras me acogía en sus brazos.


Y en uno de sus bolsillos, casi siempre en el izquierdo, hallaba un caramelo, una piruleta, una moneda de chocolate... Recuerdo aquella vez en la que hallé –en el mágico bolsillo– la fotografía de un perro.

–¡Oh, un perro! ¡con lo que me gustan...!, –y salté de su regazo al suelo, ilusionada.

–Pero, María, como comprenderás, no está en el bolsillo de la chaqueta, –me dijo resuelto.

–¿Ah, no? –Interrogué con voz lastimosa.

–Pues no, María: tu verás si cabe. –Observándome fijamente.


–¿Y dónde está, entonces? –Le pregunté desilusionada.

–¡Ah!, pues..., busca, ¡busca!

Y, ¡nada!, que el perro no aparecía. Ya cansada de indagar por todos los bolsillos, sin acordarme donde había buscado, si en el derecho o en el izquierdo (incluidos los del pantalón), me tuve que conformar con mirar la dichosa fotografía... Entonces fue cuando él me preguntó:

–María, ¿es bonito vivir de ilusiones? ¿o, no?

–Buuueno –le respondí, no muy convencida de lo que contestaba, con mi estampita en la mano.

Al fin, mi padre, sin perder la sonrisa, se dirigió de nuevo al perchero para sacar del bolsillo izquierdo de su abrigo, un dormido cachorro que no llegaría a pesar más de trescientos gramos. Para mí –aquello– fue una visión con una fuerza y una magia increíble:

–¡¡Aaay, que bonito perro!! ¡Qué “chiquinino” es...!” –Y me puse a besarlo y a llorar emocionada.


Pocas veces renuncié a buscar en los bolsillos del sastre, ya que tenía por norma llevar siempre puesto algún traje, incluso en verano; pero, en ocasiones, se le olvidaba dejar algo en el bolsillo izquierdo; no obstante, yo miraba en los dos, por si acaso se había quedado rezagada la habitual golosina.

Con los años empecé a darme cuenta de que aquel elegante sastre era un tremendo goloso: lo supe al comprobar que le gustaban las chucherías tanto como a mí. Aquel descubrimiento, lejos de alegrarme, me decepcionó bastante, e incluso, hubo una temporada en la que dejé de ir a buscar en su ropa.

Más tarde, desde el instante que mi padre le subió el azúcar, volvieron los continuos registros; entonces, mi madre y yo, acordamos requisarle las golosinas que él compraba a escondidas y que llegó a ocultarlas entre el forro de la chaqueta, abrigo o prenda que tuviese al uso: “Por eso tiene la manía de ir siempre con alguna puesta y, como excusa, nos ha dicho que le gusta estar elegante, incluso estando tan grave” –fue la primera conclusión a la que llegamos–. Lo siguiente, que nos dijo, fue que desearía ir vestido con lo que tenía apartado en el armario para su último viaje. –Entonces, las dos, nos miramos muy serias y no dimos crédito a lo que escuchamos.

Su hora llegó, como nos llegará a todos, pero él, al menos, tuvo tiempo de dejar preparada su ilusión; y su mejor camisa, corbata..., incluido su mejor traje, fueron colocados para acompañarle a La Eternidad. Aquel día, después de estar dispuesto como un príncipe inmortal, empecé a registrar cuidadosamente su traje... fue entonces cuando me puse a besarle y a llorar emocionada, al hallar una carta de despedida en el bolsillo de su chaqueta.

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